Los aviones iban directo al blanco. Era un ataque cobarde, alevoso, contra la democracia, contra la libertad. La gente estaba confundida, las calles eran el escenario del caos. Luego las calles vacías, los comercios cerrados, la palabra ausente, el espíritu asesinado. La fecha se escribía con dolor y rabia en la memoria de un mundo que, hasta cierto punto, se negaba a admitir la atrocidad, el genocidio…
No olvidar, mis valedores, aquel 11 de septiembre, cuando hizo explosión aquella tragedia, que preparada y perpetrada por el terrorismo internacional, vino a lastimar la conciencia de todo un pueblo. La fecha corresponde al 11 de septiembre de 1973, y tuvo como escenario el palacio en llamas de La Moneda, en Santiago de Chile, con el gobierno de Washington como victimario; de victima, con todo el pueblo chileno, Don Salvador Allende, presidente constitucional de la república de Chile. El magnicidio se tramó en La Casa Blanca como una orden personal de Richard Nixon, con la CIA, y cuándo no, como cerebro de la maniobra terrorista. De brazo ejecutor, Augusto Pinochet, ese que antes de fallecer , viejo, achacoso, corrompido hasta el tuétano y con la fama pública de asesino, dijo con vocecita tartajosa de vahído y desguanzo: “Pido perdón si en aquel entonces cometí algún error…”
Ya en 1972 lo denunciaba don Salvador: “Dije siempre que la victoria popular chilena era la derrota más dura de las fuerzas imperialistas y pro-imperialistas. La historia nos lo enseña: los grupos que saben que sus intereses van a ser heridos reaccionan tratando de impedirlo. América Latina tiene una dolorosa y vivida experiencia, que ha significado presión, coerción, y aun desembarco de fuerzas armadas…”