“El Merecimiento”. Primera entrega de la Columna Informativa “Riesgo de Fuga”

Columna informativa “Riesgo de Fuga”

Reclusorio Molino de las Flores

Texcoco, Edo. de México.

EL MERECIMIENTO

Sí cometí el delito del que me acusan, sí hice el secuestro y he hecho mucho más cosas, y más malas.

Decía Renato frente al grupo y a la maestra en nuestra clase. En esta ocasión correspondía precisamente a Renato exponer y él escogió el tema: el merecimiento.

La asistencia es escasa porque decayó el interés por las clases. En este grupo, en el que confluyen internos con estudios de bachillerato, licenciatura o posgrado, estábamos acostumbrados a que se trataran temas diversos y eran expuestas por distintos compañeros. Se llamaba “Taller Educativo” y constituía una interesante experiencia autodidacta. Ahora se llama Grupo de Preparatoria y es la maestra la que decide qué se hace y qué no se hace. Me recuerda a mis clases de los años setenta en la primaria, cuando operaba la máxima pedagógica “la letra con sangre entra”. Solo que aquí el látigo coercitivo es la amenaza de no obtener constancia, lo que equivale a tener negados los beneficios penitenciarios con que se gestiona la libertad anticipada. Un castigo implica comprar años.

secuestro img

Renato, parado frente a diez y la maestra, con su cuerpo fornido, por décadas de deporte y cabellera cortada al rape, escribe con letras de molde y líneas perfectas en el pizarrón utilizando gis blanco. Inicia advirtiendo que no se trata de teoría, sino de reflexión personal, derivada obviamente de lo que él está viviendo en la cárcel desde hace siete años.

Primero que nada me pregunto si yo merezco algo, qué merezco, porqué lo merezco y quién decide si merezco o no.

Sus palabras son familiares para mí porque hemos compartido charlas semejantes en otras ocasiones, pero los otros compañeros y la maestra se quedan perplejos, atentos e impactados por lo serio con que manifiesta Renato un hecho tan íntimo, como comprometedor.

Les confieso que hace unas semanas hablando por teléfono con mi esposa me anticipó, con un dejo de preocupación, que mi hija, la menor, tiene doce años, ya estaba preguntándole porqué estoy aquí.

Renato lucía dispuesto a comentar sobre su vida privada pero con dificultad para fluir. Se sobreponía a esas resistencias que suelen imponerse en los hombres duros: esos diques de piedra que se oponen en la venas a que la sangre corra y que se muestren los sentimientos. Su voz, aunque fuerte y clara se escurría entre constricciones del macho pendenciero.

Mis otros hijos, los mayores ya saben, pero ella no. Mi esposa le dijo a la niña que me preguntara a mí. Así que aunque no tenía miedo o duda para hablar con ella, si me sentía nervioso, inquieto. Llegó el día de la visita y cuando estuve frente a ella sí estaba perturbado. Me sentía obligado a confesarle a mi niña la verdad porque no quería que un día, cuando sepa la verdad, y lo iba a saber de una u otra forma, dijera que su papá fuera un secuestrador y además un mentiroso. Estaba seguro que debía ser honesto con ella.

Todos veíamos en Renato su acto de contrición: su confesión evocaba aquel estado tenso. Sus palabras eran rasposas. Mientras sus ojos parpadeaban sin mirar a nadie en concreto, sino mirando al recuerdo, traían hasta éste salón de clase la rudeza del delincuente, pero estaba vulnerada, pausada para no ser equívoca. Eran palabras que recorrían el fondo de su recuerdo, a la vez que el fondo de su confesión, dirigidas a quienes en ese momento le mirábamos atónitos. Veíamos la verdad para su hija y la verdad para nosotros, la misma verdad que todo acusado en la cárcel suele padecer.

En un momento de digresión, como hablando para sí mismo, trajo un pasaje de la tortura a la que lo sometieron luego de su detención.

Yo procuraba que el secuestrado tuviera una televisión y un sillón, para que no estuviera tan mal. También le ponía circuito cerrado. Los ministeriales me preguntaban por qué se los ponía. Les dije para checar que la mordaza no le hiciera llagas. ─Eres a toda madre, cabrón─. Me decían propinándome más golpes. Y es que, siempre me ha preocupado no hacer más mal innecesariamente, no tiene caso hacer más daño.

Porque también los delincuentes pueden tener y practicar la compasión y pueden tener empatía─ afirmó la maestra, que interrumpió abruptamente a Renato, irritando a los oyentes. Renato continuó su perorata retomando las preguntas iniciales.

¿Quién tendría que juzgarme?. ¿Los policías que me agarraron?. Yo sé cómo trabaja la policía, yo trabajé también del otro lado y sé cómo es eso. ¿Me tendría que juzgar el juez?, ¿la iglesia?. ¿Mi familia?. Es claro que cuando uno está aquí, quien resulta castigado no es sólo el infractor, sino su familia también. Es la esposa y los hijos que tienen que venir desde lejos, desde las tres o cuatro de la mañana y aguantar el sol en la fila para entrar, aguantar que los desnuden, que los toquen, que los humillen para poder pasar nuestra comida. Padecer por años, por culpa de uno, que se quedan sin recursos, con toda clase de limitaciones, además de soportar los rumores, las burlas, el desprestigio de uno, porque las noticias donde lo agarran a uno salió en los periódicos.

Su voz en quebranto se mantenía hilvanando ideas. Sus ojos ya no tenían la resequedad ordinaria. Su diálogo era más para sí mismo que para los observadores. Tenía que sacar ese nudo carrasposo.

¿Qué me quieres preguntar hija?─. Aunque me había preparado para el momento estaba aterrado en mi interior. ─¿Sí lo hiciste papá?─ me preguntó, y me quedaba claro que sabía lo del secuestro. Si lo hice, le respondí.

Era previsible que Renato estallara en llanto. Instantes mudo, instantes mirando al techo, instantes mirando a los espectadores. Con un hondo respiro recobra su aplomo.

Estoy arrepentido hija, le dije. Ahora sé y es de lo que estoy seguro, como pocas veces en mi vida lo he estado. No lo vuelvo a hacer, te lo juro que no lo vuelvo hacer fue un error y me los llevé entre las patas, no lo vuelvo a hacer. Sé que cuando salga seré diferente. Te lo juro.

El tema del merecimiento se difuminó por la confesión de Renato. La atención estaba en el hombre que habló desde sus rincones ocultos, que entregó a oídos ajenos su secreto; en el hombre sensitivo que se posternó a la niña de doce años haciéndole un juramento y exhibiéndole su arrepentimiento. Veíamos a un hombre que se hace libre por voluntad espontanea; a un delincuente y policía que se despoja de su propia crueldad, que se despoja de la apariencia ruda y que enjuga sus ojos.

Los instantes de mutismo se rompieron con varias intervenciones con las que se alahagó la actitud de Renato. Hubo un comentario de la maestra:

Recuerdo el caso de Zafiro. Él estuvo aquí en mi grupo hace dos años y también en acto de desahogo nos contó con vehemencia que había matado a un sujeto que ya tenía asoldado al pueblo y que al haberlo matado le hizo un bien al pueblo ─¿verdad que eso no es malo?─ nos preguntaba como esperando nuestra aprobación. Pero quiénes somos para decir lo que es bueno o malo o para juzgar a Zafiro. Finalmente él mismo se consolaba con ese argumento.

¿Qué merezco?¿que merece él, ella o aquel?. Todos merecemos todo. Eso es taxativo, sin discusión.

Merezco lo que merecen los otros, porque soy, en los otros, por los otros. Merezco lo que la otredad merece, y lo merece todo. El secuestrador merece respeto y no ser secuestrado. La hija de Renato merece ser respetada y no ser secuestrada.

Si en mi conciencia humana cabe el otro y los demás y por ello existo, entonces somos uno. “Cuantos moran en la tierra son de la misma familia”. Pero en nuestra civilización se nos domestica para adorar y alabar al Yo y a nadie más. ¿Por qué ha de extrañar que Renato solo pensó en sí mismo y nunca imaginó que el secuestrado merecía el mismo respeto que su hija de doce?

Hemos visto las noticias: un niño de doce, conduciendo un automóvil en Tláhuac, a gran velocidad se accidentó causando la muerte de cinco chicos. No sabía que los otros merecen vivir. Un joven de 19 disparó su AR-15 asesinando a diecisiete personas en Florida. No le importó que los otros merecen vivir. Continúan los bombarderos a la población civil de Siria, los militares no consideran que los niños y los adultos destruidos merecen vivir. No lo sabemos, no lo consideramos, hasta que nos toca padecer a otros que ignoran lo que merecemos.

No hace falta ser golpeados o humillados para comprender que los otros merecen no ser golpeados ni humillados. Golpear a uno es golpearnos a nosotros, porque somos los otros, somos lo otro.

La hija de Renato merece la verdad y la merece el secuestrado también. Los hijos de Renato, y mis hijos merecen un padre libre. Los hijos del secuestrado y todos los hijos del mundo merecen nunca ser secuestrados y merecen a sus padres libres.

Renato, la maestra y los demás debimos habernos encontrado en este lúgubre espacio de entendimientos. Tú, que lees o que escuchas estas líneas, no necesitas pasar por la cárcel para averiguar qué mereces; no requieres cruzar sufrimientos ni penurias para ser testigo del arrepentimiento.

Comprensión, respeto y amor, lo mereces, lo merecemos.

Oscar Hernández Neri

Febrero de 2018.

Fuente: http://niunpresuntoculpablemas.org/2018/03/el-merecimiento/

 

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