Mi niña, tal vez tú no te acuerdes de esto que te voy a contar, pero hoy lo escribo para explicarte mi serendepia.
Es el regalo de cumpleaños que te entrego con la esperanza de que te des cuenta del significado que tú, Atenea y Vril, tienen en mi vida y en mi mundo. Es un regalo que hago para que dure por todos tus días, por toda tu historia.
Fue un día del padre cuando cursabas el último año de preescolar allá en Iztapalapa. Las maestras organizaron un festejo e invitaron a los papás. La maestra de tu grupo nos dio la bienvenida y junto con ustedes los y las niñas nos cantaron las mañanitas y nos dieron gelatina con galletas. Luego se armaron los juegos, los concursos y competencias para promover un ambiente de alegría y cordialidad.
Hubo una actividad sobresaliente entre todas aquellas técnicas que implementaron las educadoras y que yo les admiro porque saben lograr el movimiento, la interacción y el divertimiento de chicos y grandes usando la pedagogía y la didáctica.
El padre tenía que abrazar y cargar al pequeño o pequeña, así que te abracé y esperé instrucciones, nos dijo la maestra que sería un concurso de fuerza y habilidad. Colocó un globo inflado entre los dos a la altura de nuestro pecho. A la cuenta de tres teníamos que correr hasta el otro lado del patio escolar y cuando lleguemos al punto señalado con una mesa deberíamos reventar el globo presionándolo con nuestros cuerpos, eso implicaba cuidar que no se cayera mientras yo corría contigo en brazos y que luego lo rompiéramos presionándonos con fuerza.
Durante el conteo del uno al tres me susurraste al oído: vamos a ganar papi.
Corrí cargando toda mi edad y mi panza además de tu peso, en algún momento sentí que me iba de bruces porque tus pies estorbaban en mis piernas, una caída hubiera sido catastrófica, además de tirar el globo, te podía caer encima, pero aun así fuimos la segunda pareja en llegar a la mesa. Ya la maestra esperaba y nos gritaba, aprieten, aprieten, no se vale usar las manos. El condenado globo no se rompía y estuvo a punto de salir proyectado por el apretón. No se rompía y bailaba como burlándose de nosotros, se deformaba flexiblemente y hacía sonidos que me parecían risotadas. Ese globo estaba endiablado, ¿cómo un plástico tan delgado resistía tanto? No se rompía, nos esquivaba.
Tuve que rodearte con mis dos brazos en tu espaldita para presionar más contundentemente por eso te lastimaba así que en un momento ya de desesperación, ya de impotencia, le puse al globo mi mano izquierda mientras te cargaba con la derecha. De inmediato me dijiste ¡eso es trampa! Yo tenía en mi cabeza ganar, ser el primero. Como siempre en mi vida, ganar, ser el primero. Porque siempre quiero ganar, porque mi niña tiene un papá ganador, un papá que es el ejemplo, debe ser el primero, el mejor.
Pero mi niña me puso en aprietos, y no aprietos para apretar el globo, sino en aprietos existenciales. Los instantes se sucedían y el globo no estallaba. Vi de reojo que otro papá reventó su globo con las uñas de los dedos y sentí enfurecerme, porque esa no era la regla y porque ya debía ganar, yo debía ser el padre de la niña orgullosa de su padre ganador, el padre, que siempre gana, aunque esté panzón, aunque sea más viejo que los otros padres, aunque haga trampa.
Pero no, me dijiste eso es trampa…y “perdimos” la competencia. Aun así continuamos abrazándonos, apretándonos, el globo rebelde nunca se rompió. Incluso todos los padres lo habían tronado, con las manos. Algunos niños fueron los que lo reventaron con sus deditos al ver que no se rompía con apretones. Sí, la mayoría hicieron trampa, si no es que todos.
Yo me reprochaba no haberlo reventado con los dedos o hasta con los dientes. Me caía mal yo mismo por no haber ganado algo tan simple y tan idiota. Realmente me puse furioso. ¿Cómo es posible que nos ganaran?¿Acaso fuimos más tontos que los demás?¿Acaso no pudimos ganar haciendo trampa como todos lo hicieron? ¡Qué bochornoso fracaso!
Pero también en mi conciencia no dejaba de palpitar tu expresión: eso es trampa. Y me quedaba claro que si no rompí el globo con la mano es porque tú me dijiste eso es trampa. Me costaba trabajo reconocerlo, pero tenías razón y no me atreví a ignorarte, no podía convertirme frente a ti en un tramposo. Eso me dejaba un tanto satisfecho, pero habíamos ganado, eso irritaba. Sí, estaba muy contrariado, esa es la palabra: contrariedad. Por un lado quería ganar a como diera lugar, pero no quería enseñarte que hacer trampa es deshonesto. Hacer trampa es deshonestidad, sería mentir a los demás y mentirse uno mismo.
Desde entonces me dejaste una tarea para mi conciencia, para mi moral, para mi congruencia de padre, de maestro, de hombre. ¿Qué hacer si no se puede ganar más que haciendo trampa? Sólo podíamos ganar violando las reglas. No pudimos ganar, por respetarlas. Y pareciera que muchas cosas en la vida son iguales. Se hace trampa, se es deshonesto, se miente, se engaña, se oculta la verdad, para obtener logros, para alcanzar beneficios y metas.
Copiamos el examen, para aprobar la materia; cometemos faltas en el futbol, para ganar el partido; nos venden kilos de a medio, para obtener más ganancias; miente el esposo a la esposa, para tener una aventura; engaña la televisión al público, para vender miles de productos; presumen sus logros los gobernantes, para ocultar la realidad de miseria y crisis; construyen culpables los policías y jueces, para resolver delitos. En todos los órdenes de la sociedad se hace trampa para ganar. Si no se hace trampa, no se gana.
¿Cómo resolver ese intríngulis? Tal vez eso no se puede resolver, porque no hay solución, sino que hay que hacer otro tipo de preguntas.
Han pasado siete años desde aquella mañana del preescolar y no consigo explicar una salida para esta contradicción, para esta enorme preocupación.
Pero ahora que estoy preso, vivo mi existencia provisional con un propósito: la libertad. Centro mi atención en mi defensa legal, en sobrevivir la prisión, en mantenerme alerta y apto para seguir luchando, para vencer el monstruo de la injusticia: la procuraduría y el juzgado.
En esta búsqueda de la libertad, descubrí una solución al problema de ganar sin trampas. Esa es mi serendepia.
Me susurraste al oído: vamos a ganar papi, y tenías razón ganamos. Ahora lo entiendo bien, he descubierto accidentalmente una explicación.
Al recordar aquel día del padre, contigo en los juegos del preescolar, en mi noche de insomnio en esta celda de soledades y amarguras, revive nuestro abrazo.
Tu escuela nos convocó a jugar, a divertirnos a reírnos, y mientras me ocupé de competir y vencer a los otros no me di cuenta que el globo era un pretexto. El globo era el buen juguete que me hizo tender mis brazos en toda la extensión de tu cuerpecito. Sentí tus huesos, tu aliento, tu mirada, tu risa hermosa. Te agarré con toda mi ternura y corrí cargándote en brazos una carrera que no se ha terminado ni siete después. El globo nos jugó la broma de resistir el peso, la presión; nos hizo cómplices, compañeros, invitados a una pequeña fiesta que tampoco termina porque tiene reviviscencia.
La carrera, al globo, el abrazo, tu susurro, tu expresión, reviven mientras te siento otra vez, mientras te traigo a mis brazos y a mi pecho, aquí en la celda.
Porque el abrazo de una hija, de un hijo, es la maravilla de un hombre en desgracia; es el bálsamo de las heridas. Es el triunfo de toda competencia, de todo concurso, de toda carrera. Es el tiempo y el espacio que este universo nos concedió para no dejar de crecer, de expandirnos, de recordar.
La serendepia es la capacidad de hacer descubrimientos por accidente y sagacidad, cuando se está buscando otra cosa.
Yo, buscando la libertad he encontrado tu abrazo del preescolar y me descubrí como el ganador que tú anticipaste cuando dijiste al oído: vamos a ganar papi. Sí ganamos, y la trampa se quedó muy, muy lejos. La trampa fue el fantasma que me espinó la conciencia, que me sembró la incómoda pregunta que hoy respondo sin dudas y sin pregunta alguna.
La perfección del mundo ocurre cuando los hijos y los padres se abrazan y se ríen y se divierten, llamados por el universo que en ese momento se hace perpetuo y transparente. La perfección del universo se encuentra en el abrazo que no concluye porque está esperando siempre, suspendido para repetirse, para gozarse, para recordarse. En esa perfección no hay trampas ni preguntas superfluas, ni explicaciones.
Gracias Torna por mi serendepia y por tu profecía de preescolar.
Gracias por enseñarme que las trampas no tienen lugar en nuestros abrazos, en nuestros juegos y en nuestras risas.
Feliz sea este día y todos tus días.
Con todo mi amor.
Oscar Hernández Neri
29/Oct/2016